Relato de primavera: El último paradiso

Título: El último paradiso:

Autor: Hermenegildo de la Calle.

A media tarde bajó al pueblo, camino de la plaza. ¡No podía creerlo....! Se quedó asombrado y desconcertado. Le costó reconocer la plaza del pueblo después de tantos años de ausencia.

Era al atardecer de una calurosa tarde de verano y el sol, en su ocaso, todavía inundaba la plaza con su luz; verla nuevamente le produjo una impresión mezcla de angustia y desazón. De pronto, tuvo la sensación de asomarse a un mundo perdido en el olvido que de pronto reaparecía ante él. Nada era como lo recordaba; se sintió como un extraño en un planeta desconocido donde todo era nuevo; repentinamente, adquirió una clara conciencia del tiempo transcurrido y de lo que la plaza y el habían cambiado en aquellos tantos años de ausencia hasta convertirlos en otra persona y en otro lugar.

Como en otros tiempos, la plaza en esta época de verano y cerrada al tráfico era lugar de reunión de familias y jóvenes en las terrazas de los bares, dispuestos a disfrutar del frescor del atardecer tras un día de sol abrasador. El bullicio de la gente llenaba la plaza y los niños correteaban sin cesar persiguiéndose unos a otros. Pronto se encenderían las luces de las farolas y ya la luna apuntaba por encima de la sierra que se asomaba a la plaza. El aire se iba cargando de sonidos de pájaros que revoloteaban y de chicharras que entonaban su monótono canto; mientras que en la torre de la iglesia, las cigüeñas se refugiaban en sus nidos y en el ambiente se respiraba una sensación impalpable de sosiego que invitaba al recuerdo y la nostalgia.

Sentado a una mesa libre en la terraza de uno de los bares, pidió una cerveza bien fría. Con la mirada, recorrió la plaza intentando recuperarla como la recordaba. Mirando a su alrededor, se dio cuenta que sólo podía reconocer vagamente los rasgos de algunas personas a las que intentaba situar en su época casi infantil; también ellos habían cambiado y le miraban, de la misma manera, intentando recordar al niño que pasaba los veranos con los abuelos en el pueblo hace muchos años; resultaba un duro ejercicio mutuo de recordatorio, muchas veces infructuoso, para todos. El suelo, ahora, de losetas daba a la plaza un aire de modernidad y pensaba cómo serían ahora la celebración de bailes y festivales musicales y otras actuaciones en las fiestas tradicionales del pueblo; este suelo ya no era de tierra como el de aquellos años que siempre producía gran cantidad de polvo y que se convertía en barro en cuanto caían unas gotas de lluvia. En su época, el centro de la plaza estaba ocupado por una prominencia aplanada en forma de cuadrado rodeada de grandes piedras sobre la que se elevaba un viejo olmo que además de dar cobijo a los pájaros, formaba parte de los juegos de los niños que de forma incansable subían y bajaban de las piedras a pesar de las advertencias de sus madres, además de proteger a los mozos de las embestidas de los toros cuando se celebraban corridas en la plaza. Actualmente, el viejo árbol había sido sustituido por una construcción moderna, nada original, de piedra pulida de granito que sostiene una pretenciosa farola con una lámpara central más grande y cuatro más pequeñas dispuestas en cruz que iluminan la plaza.

Desde que recordaba, siempre había habido dos bares en la plaza del pueblo donde los hombres iban a jugar la partida de cartas y al dominó; habitualmente, los sábados y domingos por la tarde; algunos niños se agrupaban a su alrededor, sin decir palabra, siguiendo atentamente las incidencias de las partidas de los mayores, mientras escuchaban embobados sus historias; entonces los mayores hablaban mucho porque tenían muchas cosas que contar y los jóvenes tenían interés en escuchar; afortunadamente, en aquellos tiempos  no había llegado aún la televisión. 

Poco a poco, las sombras de la noche empezaban a cubrir la plaza y la luna dominaba en el cielo, a la par que nuestras hermanas, las estrellas, iban apareciendo cautelosas y tímidas. En la ciudad, no tenía muchas oportunidades de ver un cielo tan limpio y experimentar tan gozosa sensación de calma. Las terrazas de los bares se iban quedando desiertas y la gente marchaba a sus casas para la cena; un silencio calmoso fue invadiendo la plaza, mientras se dejaba sumergir en un mar de recuerdos que como es habitual, la frágil memoria confunde y retoca caprichosamente. 

Un recuerdo cobró fuerza en su memoria y fue creciendo hasta hacerse casi palpable. Le pareció ver cómo sobre un telón colocado en la fachada de una de las casas de la plaza se proyectaba una película de cine. Todo empezaba con el anuncio por parte del alguacil del ayuntamiento de que aquella noche se proyectaría una película a las diez en la `plaza del pueblo, pregón que iba dando por todas partes para animar a la gente a asistir a la proyección. Esa noche, en casa del abuelo, se cenaba más temprano de lo acostumbrado para poder ir a ver la película. La casa del abuelo, donde pasaba el verano, está situada en la plaza y los balcones del piso de arriba dan a la plaza. Un poco antes de la hora, junto con uno de sus tíos al que no sabía si le gustaba más el cine o la travesura que tramaban, se subían al piso de arriba, abrían las puertas del balcón, apagaban la luz y se tumbaban en el suelo arropados con una manta; las noches en el pueblo son frías a pesar de ser verano; y se acomodaban de tal manera que podían ver lo que sucedía en la plaza sin ser vistos; durante todo el verano iban adquiriendo mucha práctica en el camuflaje. A medida que se aproximaba la hora de la película, iba llegando la gente llevando consigo la silla de casa que más cómoda le resultaba y se iban acomodando, a su gusto, ocupando una zona de la plaza frente al telón colocado en la fachada de una de las casas de la plaza. La sesión de cine corría a cargo, generalmente, de una pareja que transportaba en su camioneta todo lo necesario; el control de la proyección corría a cargo del hombre y la mujer se sentaba en la primera fila mientras iba comentando la película y reproducía, a su manera, los diálogos de los actores pues la película era, naturalmente, muda y en blanco y negro. El público seguía muy atento y, a veces, emocionado las secuencias de la película a las que daba vida la narradora; de esta forma todos participaban de las emociones de los protagonistas y aún se quejaban con sonoras protestas cuando la proyección se interrumpía por algún accidente mecánico de la vieja máquina de proyección o algún ruido humano o animal distraía la atención del público. Desde el balcón de la casa, tío y sobrino disfrutaban de la proyección de la película, sin pasar frío, en su escondite del piso de arriba, procurando no hacer ningún ruido que los delatara. Al término de la sesión, la señora que ponía voz a la película era la encargada de pasar, entre los asistentes, una caja donde la gente iba depositando dinero, "la voluntad", según el parecer de cada cual. Ellos estaban encantados pues asistían al espectáculo y además les salía gratis; aunque recordaba que en una ocasión la señora les descubrió y, a voces desde la plaza, les afeó la falta de consideración; aquella noche, completamente abochornados no supieron donde esconderse. Probablemente, fue la última noche que asistieron a la proyección de una película muda en blanco y negro en la plaza del pueblo. De repente, se habían hecho mayores y habían perdido el sentido de la diversión.

Muchas otras diversiones y entretenimientos similares ocupaban buena parte del tiempo que pasaba con sus abuelos durante el verano; desde que terminaba el colegio, en junio, hasta el comienzo del nuevo curso, a principios de octubre. Entonces, él era el único nieto y el único sobrino, lo que hacía que todos se ocuparan de él haciéndole sentirse muy querido y cuidado por su familia; estaba seguro que buena parte de lo que ahora era, lo aprendió en esos años de su infancia pasados durante el verano en el pueblo.

En una ocasión, había escuchado a una madre lamentarse de que sus hijos no habían tenido pueblo en su infancia; entonces cayó en la cuenta de lo afortunado que había sido por haber vivido los mejores recuerdos de su infancia en el pueblo de su familia.

Hermenegildo

Marzo 2021

 

Comentarios

  1. José Luis Navarro26 de marzo de 2021, 2:22

    Los nacidos en los pueblos (y ya con ciertos años), rememoramos las sensaciones de la niñez, maravillosamente descritas por Hermenegildo , en su último trabajo.
    Cuando la memoria reciente entra en los talleres, los recuerdos pretéritos se van apropiando de las neuronas activas de nuestro cerebro. Y volvemos a ser nosotros.
    Ya lo expreso el gran poeta romántico checo R.M.Rilke: “La verdadera patria del hombre es su infancia”.

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