El Circo
Por José Luis Navarro Navarro.
Hace
años, el “Mayor Espectáculo del Mundo” eran los circos. Por cualquier camino,
deambulaban los carromatos que trasladaban las “trupes” de pueblo en pueblo y
de ciudad en ciudad. Con sus lonas multicolores y sus chirimbolos se instalaban
en las plazas pueblerinas o en los ejidos de los poblados a las afueras de las
urbes. Unas veces aprovechaban los festejos locales, otras el final de la
recogida de las cosechas. Y así pasaron varios siglos.
Hoy,
los niños habituales clientes de estos espectáculos, se deleitan sobre el sofá,
con los nintendos, las maquinitas de videojuegos, los programas televisivos con
supermanes o western con caballerías.
Pero
entonces los espectáculos circenses atraían a la chiquillería “achuchados” por
los padres. Que renuentes a otras distracciones infantiles, se prodigaban para las
concurrencias en las gradas cubiertas por las carpas enlonadas en los arrabales
ciudadanos.
La
trompetería anunciaba a los payasos: El Cara Blanca se mofaba, cruelmente, del
Augusto, le tomaba el pelo, lo ridiculizaba. Pero el “tonto de nariz roja” al
final se vengaba con una ocurrencia que los ñacos comprendían con grandes
risotadas y escandalosos aplausos.
Los
números serios se producían con los trapecistas. Generalmente eran miembros de
una misma familia que desde pequeñines se venían entrenando con sus padres.
Saltaban, giraban en el aire, caminaban sobre el alambre, hacían sus “pinitos
de oro” o trepaban por postes y se lanzaban entre las barras colgantes en
quietud o balanceo.
En los
circos de mas postín, se incluían feroces tigres de Bengala que, desdentados,
se abrazaban a sus domadores vestidos de gladiadores romanos a los que en
agradecimiento por las golosina suministrada le prodigaban lengüetazos
cariñosos en los carrillos.
Un tío
con chistera, se sacaba de las costuras el tres de copas. Si se le caía al
suelo, volvía a sacarlo del mismo sitio.
Pero había
unas atracciones que provocaban la atención del progenitor, que soñoliento se
había tragado los números anteriores. Eran los malabaristas: El caballero,
embutido en unos leotardos rojos y camiseta “albañilera” con tirantes, lanzaba
las mazas al aire, dos, cuatro, seis, daba igual, y que las iba recogiendo para
mantener la cadencia de sus giros. Situada enfrente, se colocaba una señorita que
le iba suministrando los objetos del espectáculo. Se trataba o bien de una
zagala de largas piernas o de la jamona compañera del lanza mazas, que se cubrían desde el escote hasta las
ingles con un ceñido retal de lentejuelas que brillaban con sus atractivos
movimientos. Estiraban unos de sus miembros inferiores y lo adjuntaban al otro
con pícara semi flexión. Con provocativa sonrisa miraban al respetable y con
melódica voz gritaban:
.- Conseguido.
El
despeje de la sesión, facilitaba el relleno para la segunda representación.
.- Manolito, mañana volvemos al circo.
.- Uf papá, ya lo hemos visto varias
veces.
.- Sin rechistar, mañana volvemos al
circo.
Nota:
(¿Era la chica “conseguido” la causa de
que fuera “un espectáculo familiar”, las
aburridas distracciones que para los adultos repartían aquellas compañías
transeúntes por “los campos de la patria”?. Un excepcional sucedáneo a esto
sucesos era la Irán Eory, despojándose de los arneses y quedándose en
gualdrapas.)
¡Distinguido
público, pasen y vean el espectáculo para el nene y la nena ¡
P.D. Un año, en los descampados de la
Moncloa, instalaron una carpa con la “momia de Moby Dyc”. El hedor que inundaba
el barrio de Arguelles, obligo a suspender el fúnebre acontecimiento.
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