El Botones

Por José Luis Navarro Navarro.

El Botones era un perrucho. Un canijo burraco de mil leches. No más de 3 kilos de canal. Sin edad ni antecedentes.  No se sabe cómo nos llegó al cortijo, donde los protagonistas caninos eran los arrogantes mastines, que con sus gargantas protegidas por carlancas hacían de guardianes de los hatos del ganado. Su súbita aparición y búsqueda de refugio posiblemente la causó un abandono o escapado de algún zafarrancho para salvar la vida. Era de esos seres de la naturaleza despreciados y sin aparente  justificación para existir, sin utilidad e innecesarios. Nacidos en la monótona, aburrida,  arbitraria e incomprensible evolución de la vida, desde el borbujo al chimpancé. En el milagro de la creación de su individualidad pero perdido en las oquedades del universo  ciego, mudo y sordo. Pero, aun ignorados, otros seres viven en sus hábitats, entre sus congéneres, bajo sus amparos maternos, con sus instintos y sus goces, … el Botones tuvo la desgracia de caer entre los hombres.

Si el cerdo, tisularmente es el que más se parece al hombre, es el perro con el que más se ha entendido y colaborado a través de su viaje por la historia. A falta de habla, solo con la mirada, un gesto, un sonido,  es capaz de comprender los deseos de su amo, del que busca el cariño y al que sigue fielmente, incluso, hasta después de la muerte. De los animales domésticos es el más “humano”, el que más le ayuda , el que más le protege, el más agradecido y el que más se entromete y participa de su vida.

El Botones encontró cobijo en su nuevo hogar y debió pensar: guau, guaaau, guuuuauuuu….(“de aquí ya no me voy mientras viva”). Y eso que tenía que aguantar las bromas de la chiquillería (solo con mirarlo y levantar la mano, se producía su estampida y yatidos de espanto hasta el cuchitril del escondrijo, como reflejo de su currículo en la convivencia con los hombres). Pero no había rabo más agradecido ante una mirada y sus ojos reflejaban el calor amoroso  y envolvente que debió tener su madre olvidada.

El Botones hubiera dado su vida por comprender una palabra de afecto que un rapaz le hubiera trasmitido. Porque pueden nacer afectos en seres sin métodos de expresarlos.  Es curioso que un bichejo como él fuera capaz de plantear las metafísicas distorsiones producidas en la evolución moral y sentimental de las especies. Darwin se recreó en detallar la especificidad, similitud y diferencias de la fisiología y anatomía pero no se detuvo en estudiar la “divinidad” que anida en el corazón de un animal, el aroma nacido de una  yerba o el armonioso equilibrio molecular conseguido por un pedernal. Ni siquiera intuyó los amores  llenos de poesía de las iguanas  con ojos emocionados y llorosos de los lejano islote australes.

El familiar Botones, ya murió de viejo entre nuestra gente. Fue enterrado a la sombra de un fresno frondoso. Pero seguro que se apago la estrella que en sus ya miopes ojos se reflejaba en las noches del estío cuando, bajo el manto del canto de los grillos, jugábamos a adivinar lo que pensábamos los dos. Y lo mostrábamos, él con su rabo y yo con mi sonrisa, cuando coincidíamos en la respuesta.

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