Un paciente extraordinario - Certamen Literario Verano 2024

 UN PACIENTE EXTRAORDINARIO

Autor: Gregorio García Arranz

Se llamaba Antonio. Casi todo el mundo lo conocía en el hospital; sobre todo los que fuimos a trabajar allí cuando se inauguró: los pata negra, como después algunos nos llamarían. Él también fue de los primeros en perderse en aquel laberinto de largos pasillos y en contemplar la Central Lechera CLESA desde los ventanales de la fachada norte, mucho antes de que construyesen la flamante estación del tren de cercanías.

Era bajito: la altura la tenía por dentro. Lucía una calvicie olímpica, con aladares bien poblados, como tantos genios conocidos; él decía que la frente se le había corrido hacia atrás. Para compensar, gastaba un bigote generoso, al estilo de Pancho Villa, y gafas grandes, a través de las que se le veían unos ojos alegres y pícaros.

Su voz era estentórea, como la de un párroco en el púlpito, y su charla, ingeniosa, interesante, como una música enérgica a la que poco a poco se le va encontrando la armonía. En los pequeños grupos formados en la cafetería durante las comidas, o en cualquier otra reunión informal, casi siempre llevaba la voz cantante. A todos nos mantenía atentos, sin resultar cansino ni pedante, a las explicaciones sobre su último invento patentado o sobre el que estaba trabajando en aquellos momentos.

Nacido en El Ferrol, fue de esos gallegos que hacen grande a España allá a donde vayan. En poco tiempo se había hecho ingeniero electrónico en California; antes había acabado Medicina en Santiago de Compostela. También colaboró con Gregorio Marañón, quien creó una profunda huella en su carácter y a quien veneraba con orgullo.

En el hospital trabajaba, como no podía ser menos, en el Departamento de Investigación. Allí fue jefe del Laboratorio para Personas Discapacitadas y, entre otras muchas cosas, desarrolló un método para mejorar la lectura de los invidentes que utilizaban el braille y convertir lo escrito en voz.

También participó con el doctor Delgado en un ambicioso proyecto para controlar la agresividad del toro de lidia, mediante un complejo sistema de electrodos conectados con el cerebro del astado.

Casi siempre iba con su mujer al lado; hacían buena pareja. Ella, cuyo nombre no recuerdo, era tranquila y callada: la compensación también es buena en la pareja. Le ayudaba en el laboratorio; los rumores aseguraban que lo hacía de manera altruista, y de paso para estar junto a él.

El binomio ingeniería-medicina encajaba perfectamente en el proyecto de vida de Antonio, y creaba en su desarrollo una maravillosa reciprocidad. Su gran ingenio lo aplicaba en beneficio del enfermo o del discapacitado y, a su vez, las necesidades de estos movían su instinto de inventor.

Yo tuve la suerte de tenerle como paciente. Un buen día se presentó en mi consulta, en la segunda derecha. Había perdido la voz por completo a raíz de una fuerte impresión. Después lo volví a ver en varias ocasiones a consecuencia de otitis externas de repetición; y, más tarde, por pérdida auditiva propia de la edad. Esta circunstancia me sirvió para conocerlo mejor. Como es bien sabido, en la consulta, el enfermo le cuenta al médico muchas cosas que no tienen que ver con su enfermedad; unas veces por si acaso tuviesen que ver, y otras, por crear confianza con él.

El caso fue que nos caímos bien los dos. Ya fuese en la consulta o en cualquier lugar en donde nos encontrásemos, pasábamos buenos ratos charlando, si el trabajo nos lo permitía. Antonio mostraba una gran fuerza y entusiasmo en todo aquello de lo que hablase, pero —y esto era lo mejor— en el fondo de cualquier idea o reflexión suya se ocultaba una gran humanidad, un claro objetivo de entrega y servicio al necesitado.

Así transcurrió un largo período de tiempo. A pesar de haber cumplido los ochenta, él seguía yendo al hospital y trabajaba con la misma ilusión que un residente.

Después dejé de verlo durante una temporada. Pero un buen día se presentó en mi consulta para que lo atendiera por algo de poca importancia; su semblante, su actitud, todo él mostraba una seriedad anormal: no era el mismo de siempre. La razón de su cambio no tardó en confesármela: su esposa había muerto hacía poco tiempo, y él estaba desesperado. Su mundo se había desmoronado.

Entonces comprendí la gran influencia que debió tener aquella mujer, compañera paciente y colaboradora en primer grado de todos sus logros, en la vida de nuestro ilustre colega e inventor. Por un momento, asocié a la tristeza que me hizo sentir su estado depresivo ante la pérdida del ser querido una sana envidia, por haber sido el destinatario de tanto amor. Sin duda, ese amor fue un pilar fundamental de su maravillosa obra.

A partir de aquel día, no volvió a pisar mi consulta. Sospeché que muy probablemente fuese su mujer quien lo habría animado a ir las veces anteriores, además de que, sin ella, le importase poco su salud.

Sin embargo, poco tiempo después lo volví a ver varias veces, siempre por casualidad y acuciado yo por las prisas, en alguna calle de La Guindalera, barrio en el que vivíamos los dos. Su conversación, alegre y variada antes, se había convertido en un casi monólogo lastimero, en el que la soledad y el dolor por la ausencia de su mujer ocupaba todo. Probablemente estaba sufriendo una profunda depresión y necesitaba ayuda profesional. La verdad fue que aquellos encuentros me causaron una impresión de tristeza y perplejidad difícil de describir.

Traté de ayudarlo ofreciéndome para pasear juntos por las tardes, a última hora, ya que éramos vecinos; y nos dimos los teléfonos. Alguna vez lo llamé, pero no contestó o se mostró remiso a cualquier iniciativa por mi parte.

Antonio Parreño Rey murió poco tiempo después. Me enteré por medio de un allegado suyo. Desaparecía el gran hombre que había dedicado la mayor parte de su vida al Hospital Ramón y Cajal, sin el reconocimiento que merecía.

Y así termina una de las historias que, en este camino por las desgracias humanas, que los médicos elegimos recorrer, me ha tocado vivir. Una historia en la que había una figura relumbrante y otra, oculta y desconocida que era la que, en gran parte, le había generado su esplendor. Las dos se necesitaban por igual, aunque no lo pareciera a primera vista.

Valga este breve relato para honrar la memoria de estas dos personas, a los que muchos de nosotros recordaremos yendo siempre juntos por algún lugar de nuestro hospital.

Comentarios

  1. Desde luego que muchos recordamos a Antonio Parreño y su mujer, acompañante permanente, del cual hace mucho tiempo que perdí la pìsta. Personaje singular magníficamente descrito en tu relato, su lectura me ha hecho rememorar lejanos tiempo y muchas coincidencias también con Antonio. A tu deseo de honrar su memoria me uno con mi reconocimiento. Alguien aseguraba que uno no muere mientras persiste en el recuerdo de los que le conocieron.

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  2. Gracias, Herme. Recordar y agradecer lo que nos dejaron los que nos precedieron nos hace humanos.

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